AUTOR: Nelson Veloza
FECHA DE PUBLICACIÓN: 01-05-2023
Quizá una de las tendencias más interesantes en la cinematografía mundial de los últimos años, es la desromantización en las representaciones e imaginarios existentes sobre los adultos mayores. Películas como Amor (Michel Haneke, 2012), El padre (Florian Zeller, 2020), El hijo de la novia (Juan José Campanella, 2001) o Nebraska (Alexander Payne, 2013), exploran historias en donde los viejos, lejos de esa pátina de ternura o dulzura con la que usualmente se les suele asociar, pueden llegar a ser personajes absolutamente desagradables o crueles, seres atravesados por la enfermedad, la depresión, el sinsentido o la soledad, personas que ante la adversidad pueden llegar a tomar decisiones extremas que cuestionan, en muchos casos, la escala moral o ética de los espectadores. Y quizá uno de los ejemplos más claros de lo anterior lo constituye “Vortex”, la última película de Gaspar Noé, el enfant terrible del cine francés producido en los últimos 25 años.
El nombre de Gaspar Noé siempre estará unido a una de las escenas más dolorosas, incómodas y tristes que se haya producido jamás en alguna película. Desde luego, me refiero a la escena del túnel en “Irreversible”, en donde una bellísima Mónica Bellucci será objeto de algunas de las vejaciones más crueles que se recuerden en el séptimo arte. Justamente esta película sería la que lo daría a conocer a nivel internacional, manteniendo de allí en adelante una fulgurante carrera que lo han hecho, hoy por hoy, uno de los cineastas más importantes a nivel global. Su lenguaje visual, la crudeza de sus guiones y la manera en que conduce a sus actores hasta límites insospechados, ha hecho de su estilo una marca personal, un sello propio a veces elogiado, otras tantas denostado, pero nunca inadvertido o ignorado.
“Vortex”, su última película, se estrenó en el año 2021 en el Festival de Cine de Cannes, recibiendo amplios elogios por la manera en que se retrataban los últimos días de una pareja de ancianos que viven en París. El protagonista, interpretado por el director y actor italiano Darío Argento, es un crítico de cine que está a punto de publicar un libro sobre la relación entre el cine y los sueños. La protagonista, rol asumido por la actriz francesa Françoise Lebrun, es una doctora jubilada que poco a poco se ve aquejada por los primeros síntomas del Alzheimer. Ambos enfrentan los embates de la vejez de la mejor manera que pueden, pero ya es sabida la implacabilidad del paso del tiempo. Justamente la película constituye una dolorosa reflexión sobre los cambios físicos, psicológicos y emocionales que conlleva el proceso de envejecimiento, así como la forma en que la enfermedad es capaz de despojarnos de la esencia que constituye nuestra propia humanidad. Al igual que ocurre con Amor, de Michel Haneke, Vortex pone al descubierto lo vulnerables que son los lazos humanos frente al apabullante e inclemente avance de la senectud.
Un aspecto que vale la pena mencionar de la película es la manera en que la pantalla se divide en dos (split screen, por su nombre en inglés), recurso estilístico utilizado por directores tan importantes como Brian de Palma, Darren Aronofsky, Quentin Tarantino o Woody Allen. El split screen permite visualizar, de manera alterna, dos o varios puntos de vista sobre un mismo hecho, permitiendo al espectador entender la complejidad inherente a las realidades humanas. En el caso de Vortex, Gaspar Noé decide otorgar a cada uno de los dos protagonistas su correspondiente mitad de pantalla, dejándonos ser testigos directos de las reacciones de ambos personajes ante las situaciones propuestas por el guion. Tal decisión no sólo corresponde al estilo visual característico de Noé, sino que también tiene un poderoso mensaje implícito. Nuestras vidas, pese a los múltiples espacios y momentos en que las compartimos con otros, no dejan de tener un carácter eminentemente individual. Nuestra corporalidad, nuestras emociones y nuestras tragedias no dejan de ser, en última instancia, un asunto estrictamente personal. Y Vortex nos recuerda esta premisa a cada instante, dejándonos absolutamente claro que tal vez no haya soledad más profunda e inmisericorde que aquella que nos aqueja al llegar a la vejez.
Al final de Vortex (que, desde luego, no contaré), los espectadores descubrirán que han sido testigos de una de las historias de amor más realistas y honestas jamás contada, la crónica de dos seres que hacen lo mejor posible, dentro de sus condiciones y posibilidades, para contrarrestar la angustia que en muchos casos es inherente a la vejez. Su historia es la historia de la humanidad, sus aprendizajes y hallazgos son los mismos por los que tendremos que pasar en caso de que lleguemos a vivir la suficiente cantidad de años. Articulando esta idea con lo expuesto en el primer párrafo de este escrito, es de agradecer que podamos ser espectadores de esta nueva forma de representar el envejecimiento en la gran pantalla, un tipo de cine sin concesiones, falsos moralismos y lugares comunes. Un cine, que, en última instancia, le hace justicia a una realidad compleja y trascendental. He ahí el gran valor de Vortex, he ahí de donde proviene su profunda humanidad y absoluta universalidad
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